jueves, 24 de diciembre de 2009

Les jours tristes II: La danza de las cariocas.

[Les jours tristes I está en http://www.fotolog.com/the_tale_teller/57719734 ]

Salió de casa a las cinco de la tarde, con paso lento. Se dirigía al supermercado. Aunque sabía que luego se arrepentiría, quería hacerse un regalo esa nochebuena. Sólo un poco de chocolate.

En el supermercado, la gente estaba de buen humor. Todos iban de aquí para allá con sus cestas llenas. Ella llevaba un par de euros en el bolsillo nada más. Se paró frente a la sección de chocolates. Había tantos que no podía escoger. El más barato, le dijo su parte más racional. Pero, oh... había chocolate con menta. Su favorito desde niña. Le recordaba a las tardes en casa de su abuelo, que siempre les daba un poco después de comer. Cogió la cajita de chocolates, y entonces vio el precio. Dos euros diez. No tenía suficiente.

Aún con la caja en la mano notó que alguien le tiraba de la chaqueta. Era un niño que no pasaría de los seis años. Lucía una sonrisa de oreja a oreja.

-¡Eres tú! ¡La que hace sonrisas!- gritó el niño. La chica abrió los ojos, sorprendida. No llevaba maquillaje. Y el pequeño le había reconocido. No sólo sabía que era el mimo de la plaza, sino que además le observaba expectante. Todavía llevaba puestos los pantalones de mimo. Seguro que tenía algo en el bolsillo que podría sacar como por arte de magia de detrás de la oreja del chaval. Y en efecto, lo tenía.

El niño rió cuando el mimo encontró una pajarita de papel detrás de su oreja. Ella sintió el calor de nuevo en su corazón, recordando por qué se dedicaba a eso. Había días increíblemente oscuros, e incluso entonces brillaba una pequeña luz en algún lugar. En los enormes ojos infantiles que clavaban su mirada en ella.

De repente llegó una mujer, murmurando mil y un disculpas por la molestia que le habría supuesto su hijo. Ella negó con la cabeza, revolviéndole el pelo al pequeño.
-¡Mira lo que me ha regalado el mimo, mamá!- exclamó, enseñando la pajarita como si fuese el mayor de los tesoros. La madre sonrió con ternura.
-Qué bonito, hijo... muchas gracias- se dirigió a la chica. Ella fingió que se quitaba un sombrero inexistente e hizo una reverencia.

Luego volvió a la triste realidad. La cajita de chocolates de menta. La dejó en el estante, y se puso a mirar el resto de productos expuestos. La madre se fue con su hijo de la mano. La joven artista callejera decidió, por fin, que la idea del chocolate era absurda y que mejor se contentaba con poder cenar esa noche. Ya que estaba ahí, compró con el dinero que tenía en el bolsillo un paquete de arroz y otro de salchichas. Más práctico.

Salió del supermercado cabizbaja, con las manos en los bolsillos. Si normalmente era la nota de color en un mundo gris, aquella noche iba a ser al contrario. Pobre mimo solitario. Notó de nuevo un tirón en la chaqueta. Otra vez el niño, ¿qué querría? Tenía las manos detrás de la espalda, escondía algo.

-Tengo un regalo- dijo el niño muy contento. Le mostró lo que ocultaba. Era para ella. La chica notó sus ojos humedecerse mientras cogía, con las manos temblorosas, la cajita de chocolates de menta que le ofrecían. Un poco apartada, la madre del crío les estaba mirando. El mimo le lanzó un beso y abrazó al pequeño.
-¡Feliz Navidad!- dijeron madre e hijo al unísono, despidiéndose con la mano.

Al volver a casa, el mimo se preparó una cena humilde y tomó de postre una de sus onzas de chocolate con menta, disfrutándola como nunca.

A la mañana siguiente sacó una caja que llevaba mucho tiempo sin ser abierta. Dentro tenía dos cariocas.

Su abuelo había sido mimo, como ella, en una época en la que las sonrisas eran mucho más sinceras y se necesitaban mucho más. O tal vez se necesitasen lo mismo, sólo que ahora fingimos mejor. Cuando cumplió siete años, le había regalado esas cariocas, y le había enseñado a usarlas. Decía que eran mágicas. Fue entonces cuando decidió que quería ser mimo, como su abuelo, y ahí seguía. No se había atrevido a sacarlas porque temía que se rompiesen con el uso del día a día. Tenían muchos años. Y tampoco tenía dinero para comprarse unas nuevas, así que nunca había bailado con las cariocas en la plaza, que era lo que mejor sabía hacer. Ese día iba a ser el primero. Y albergaba la secreta esperanza de que el niño y su madre estuviesen ese día en la plaza.

La gente se aglomeraba en pequeños grupos para ver la danza de las cariocas. La chica bailaba sin parar con los lazos blancos y negros girando a su alrededor. Su abuelo tenía razón, aquellas cariocas eran mágicas. No diré que ganó muchísimo dinero porque sería mentir, pero sí que ganó bastante más que de costumbre. Fue un buen día para nuestra artista.

Al acabar la larga jornada, notó un tirón que ya le resultaba familiar.
-Cuando sea mayor, quiero ser mimo, como tú- dijo el niño, sonriente. -¿Me enseñarás?



It's hard, but you know it's worth the fight...

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