Resguardada del viento, con las estrellas como únicas compañeras, Diana dejaba su alma y su mente fluir a traves de la flauta travesera. Le gustaba aquella habitación, tan solitaria, llena de muebles viejos, un montón de muebles que tenían muchas historias que contar.
Sobre todo aquel piano. A pesar de ser muy viejo y estar cubierto de polvo, conservaba el esplendor que seguramente lucía antaño.
Sus teclas amarillentas, ajadas por el tiempo y las condiciones climaticas de la torre, parecían suplicar que alguien arrancase una melodía de ellas. Diana no se atrevía. Apenas sabía tocar el piano, y sentía que ese poderoso instrumento merecía una mejor resurreción. No, esa no era su tarea.
Sin embargo, desde la primera vez que había reparado en el piano de madera caoba, todas las noches que no lograba conciliar el sueño subía al viejo desván a tocar para él, y sólo para él, las más bellas melodías que podía sacar de su flauta. Intuía que alguna de esas noches alguien vendría a devolver la vida al piano, y quería estar presente. Y siguió subiendo, noche tras noche, dedicándole sus sentimientos y contándole sus secretos a un objeto inanimado que posiblemente no volvería a cantar.
sábado, 15 de noviembre de 2008
El piano.
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