1. Negación.
-No le voy a engañar- dijo el oncólogo, impasible. A fuerza de enfrentarse a esa situación innumerables veces, había desarrollado algún tipo de defensa, la extraña capacidad de mirar a sus destrozados pacientes desde la lejanía. Un escudo que impedía sentirse culpable por algo que, al fin y al cabo, no era culpa suya. -Hemos encontrado el cáncer en un estado muy avanzado, y es casi imposible encontrar un donante a tiempo. Pero lo intentaremos.
Él se marchó de la consulta sin mediar palabra, con la mirada perdida. Su mente se resistía a aceptar lo que su cuerpo sabía desde hace meses. Estuvo dando vueltas una hora, quizá dos, porque no tenía nada que hacer y porque algo le impedía llegar a casa. Quizá porque en el fondo era consciente de que necesitaba tiempo en soledad.
Cuando llegó a casa, ella le recibió con los brazos abiertos, sonriendo. La sonrisa se le esfumó en cuanto vio la expresión del recién llegado.
-¿Qué tal el médico?-preguntó con voz suave. Él no respondía. Se sentaron en el sillón. Durante unos minutos, todo lo que se oía en la sala era el tic-tac del reloj.
-Cáncer- dijo finalmente. Y de nuevo el tic-tac del reloj.
Los días siguientes fueron duros para ambos. Él no quería hablar de ello, y cuando lo hacía, enseguida cambiaba de tema. Como si no pasase nada. Ella intentaba no recordárselo y no molestarle, pero lloraba por las noches.
2. Ira.
Aunque los silencios fueron duros, ella hubiera dado lo que fuera por recuperarlos tras unas semanas. Seguramente él también, si no hubiera estado tan ocupado gritando a todo el mundo. Sin escuchar a nadie.
Ella también quería gritarle, quería decirle que no era fácil para ninguno, pero que tenían que seguir adelante juntos. Pero se callaba, porque tenía miedo de discutir demasiado y de que todo se rompiese, y no quería dejarle solo. “Si nos queda poco tiempo juntos” pensaba entre lágrimas “tendré que estar a su lado, pase lo que pase”. Así que pese a los gritos, los platos y vasos rotos y el llanto, ella no se rendía.
El peor momento fue cuando le levantó la mano. No fue una bofetada muy fuerte, ni siquiera le dolió, pero ambos lo lamentaron durante días. Seguramente, fue entonces cuando él se dio cuenta de lo que le estaba haciendo a todo el mundo, y de que era hora de cambiar su actitud.
3. Pacto.
Y por fin, asumió lo que le ocurría. Pero no las consecuencias. Durante dos semanas, más o menos, se estuvo metiendo en los barrios más oscuros de la ciudad en busca de curanderas y remedios milagrosos, además de la quimioterapia prescrita. Por supuesto, no le dijo nada a ella. En cierto modo, le daba vergüenza. En cierto modo, sabía que lo que hacía no servía de nada.
Aún así, tomó todo tipo de hierbas y se sometió a todo tipo de rituales. Si no le curaba, tal vez le alargase la vida. Tenía tanto por hacer, tanto que arreglar... le debía tantas cosas a ella. Se habían prometido viajes, aventuras y una familia. Se habían prometido una vida juntos y la suya se apagaba.
Cuando hubo visitado al último “mago” de la ciudad y no había nada más que probar, aceptó la verdad. Tendría que empezar a despedirse.
4. Depresión.
Se miró al espejo. Ya prácticamente no tenía pelo y se le notaban las costillas. Las ojeras casi negras destacaban sobre la piel pálida. Al día siguiente iría al hospital a que le ingresaran, apenas podía moverse por sí solo. Se sentía una carga para ella, que tenía que ayudarle para todo, un trasto inútil que le impedía a la persona que más quería ser feliz. Y ella... ella le sonreía. Aunque estaba agotada, aunque tenía que trabajar durante nueve o diez horas y luego al llegar a casa tenía que cuidarle, siempre tenía una sonrisa preparada para él. Cómo iba a echar de menos esa sonrisa...
Cuando le ingresaron, ella se esforzó muchísimo para no llorar. Él sí lloraba, lloraba mucho. Lloraba por todas las cosas que se iba a perder. Aparte de eso, no hablaba demasiado. Apático y oscuro, miraba al infinito, cavilando sobre cosas que no le contaba. Sus amigos le visitaron los primeros días, pero pronto se cansaron. Él había sido antaño simpático y vital. La enfermedad le había cambiado por completo, y al final, solo ella iba a visitarle. A veces pasaba las noches en el hospital. Muchas veces le despertaban los gritos de él. Entonces le abrazaba y le recordaba que sólo había sido un sueño. Y se mordía los labios, cerrando los ojos con fuerza.
5. Aceptación.
Un día se despertó y se dio cuenta de que ya no tenía más lágrimas. A esas alturas pasaba mucho más tiempo dormido que despierto, entre los sedantes y la fatiga constante. Lo bueno era que siempre que despertaba -aunque fuesen unos minutos y le pareciese casi un sueño- ella estaba ahí.
Los pocos momentos lúcidos que tenía, cuando no estaba hasta arriba de morfina y el dolor era soportable, charlaban. Fueron días plácidos para ambos. La tormenta había pasado, ya solo quedaba la calma.
-¿Sabes?- dijo él un día, mirándola con cariño.- Creo que durante todo este tiempo, no he tenido miedo a la muerte.
Ella le miró sin entender.
-No... lo que realmente me daba miedo es dejarte atrás. Creo que es lo único que me duele de verdad de todo esto. Metafóricamente hablando, claro- rió débilmente. Ella se sentó junto a él y le acarició la mejilla, silenciosa. Se había acostumbrado, como él, a no hablar demasiado. Tampoco es que hubiese demasiado que decir.
-Prométeme que serás feliz. Que seguirás adelante. Si puedes prometerme eso... supongo que me iré en paz.
Eso fue demasiado para ella. Todas las lágrimas que había estado conteniendo durante todos esos meses salieron de golpe, y se derrumbó en la cama sollozando. Él la abrazó torpemente, con toda la fuerza que su malogrado cuerpo le permitía. Se quedaron dormidos así.
Pocos días después él no volvió a despertar. Y ella... bueno, ella cumplió su promesa. Todo lo bien que pudo. Y cada año, visitaba el cementerio y le regalaba una flor y una sonrisa.
jueves, 20 de enero de 2011
Fields of gold.
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3 exploradores comentan...:
Ó.Ò
Meh. Joder ¬¬
Objetivamente... enhorabuena. No es fácil ser capaz de escribir una historia tan buena y verosímil sobre un tema del que se ha escrito ya tanto.
Subjetivamente... no nos hagas esto, laites. Siempre he querido cantarle las cuarenta a los escritores que terminan los relatos de forma triste... ya te vale!
Conoces mi forma de escribir, y mi propensión por los finales brutalmente tristes. Sí, me ha encantado, y hasta me ha emocionado, y sabes que eso, para un tipo duro como yo (:P), es difícil de admitir.
Muy bueno, mejoras a pasos agigantados. Levanta el pie del pedal o terminarás por adelantar a todo el mundo ;)
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